sábado

La muerte dos veces

Para ellos dos, tarde o temprano, encontrar la muerte en ese lugar sería un hecho ineludible. La mañana del día número once de combate los despertó con el estruendo de una bala de mortero que estalló a escasos metros. A eso le siguió una ráfaga de metralla de grueso calibre, y el sonido del motor de los panzer, que se alineaban para empezar la contraofensiva. Las cosas habían permanecido en calma por dos horas durante la noche.

Dirk y Carl estaban incómodos en la estrecha trinchera de la primer línea de combate. El calor era sofocante tanto de día como de noche y el olor rancio de sus pieles se confundía con el vaho a pólvora, muerte y putrefacción, que provenía del terreno abierto. En otra ocasión, una vez cesado el fuego, ellos y los otros hubieran salido a recoger los cuerpos dispersos, pero en ese momento eran consientes de que si se salían del pozo no volverían con vida.
Ambos, con diecinueve años a cuesta, habían pelado en diferentes frentes, cada uno con un clima, un terreno y una modalidad de hostigamiento diferente. Frente a sus ojos vieron pasar los cadáveres de muchos de sus amigos como cuerpos mutilados de la manera más absurda e inimaginable. Muchas veces habían tenido miedo y habían sentido el gélido aliento de la muerte soplándole sobre sus nucas, pero estos diez días de combate consecutivo estaban siendo los peores. Con seguridad, pensaban, no saldrían vivos de ésta.

Dirk asomó la cabeza un tanto y vio a unos doscientos metros a tres hombres de uniforme verde y cascos de visera curva. Sin duda se habían adelantado a su batallón, o estaban perdidos. No lo sabía con certeza. Uno de ellos se había enganchado en el primer cerco de alambre de protección y luchaba desesperado por salir. Los otros dos procuraban ayudarlo, pero la balacera hostil les impedía hacer demasiado. Dirk apoyó el fusil sobre su hombro, apuntó con descuido y disparó. Increíblemente la bala le dio a uno de lleno en el cuello, de eso estuvo seguro porque pudo ver un chorro de sangre brotando de la herida. No pasó un minuto cuando los otros fueron literalmente despedazados por las esquirlas de un mortero, que explotó a menos de un metro del alambrado.

Pronto comenzaron a oírse los cañonazos de la artillería inglesa y, entonces, prácticamente no hubo rincón del territorio alemán que no fuera tocado por las bombas. Desde la fosa Dirk y Carl oía los gemidos agónicos de sus compañeros, que empezaron a confundirse con los propios gritos de terror y con los estrepitosos estallidos cercanos. El suelo temblaba y la arena del desierto, que de tanto ajetreo había formado una densa nube en el aire, comenzaba a caer sobre sus cuerpos.

Ante la desesperación un oficial superior tocó su silbato y la mayoría de los soldados de la compañía comenzaron a avanzar. Dirk y Carl comprendieron la ineptitud y lo peligroso de la orden, por eso simplemente se miraron cómplices a los ojos y se resguardaron aún más dentro de la trinchera.

Vieron pasar a muchos de los suyos en carrera desesperada, con gritos de espanto y con lágrimas en la cara. Era tal la confusión reinante que algunos corrieron por la franja de terreno en la que ellos mismos habían instalado minas días atrás. Otros eran descuartizados por las balas mientras intentaban socorrer a algún herido, y otros, como si nada, abandonaban sus armas en el medio del desierto y se quedaban parados para recibir cuanto antes la descarga de la artillería enemiga.

Se intensificó el fuego encarnizado de los cañones ingleses. El refugio de Dirk y Carl no iba a aguantar mucho más. Las bombas estallaban a no más de veinte metros. Era seguro: una explosión iba a ser dar la estocada final a sus vidas y ellos no podían hacer nada para evitarlo. Se oyó un estruendo cercano, el más cercano de todos, y antes de que se pudieran recuperar de la conmoción causada por el impacto, el torso de un cuerpo cayó como plomo sobre ellos. No había nada que hacer. Todo era espanto por donde se lo mire.

Creyeron estar en el preludio de sus muertes. Aparecieron ante ellos las figuras de sus padres, las de sus hermanos, la de ellos mismos en los tiempos de la infancia. Entonces se abrazaron y rompieron en llanto. Los silbidos de la tormenta de acero coronaban el agónico ritual. Morirían abrazados, llorando juntos, rezándole a Dios y jurándole que, de sobrevivir, ambos se convertirían en monjes y volverían a ese mismo lugar cuando cumplieran treinta años, para visitar las tumbas de sus compañeros y en muestra de agradecimiento al poder divino. En fin, era la evocación enfermiza e inconsciente a una fuerza superior de quienes ya se sabían indefectiblemente muertos.

Por último, detrás del tableteo de las metrallas y los estruendos de la artillería, pudieron percibir el rumor de los bombarderos enemigos que se acercaban. Temblando como una hoja Carl se abrazó aún más fuerte a Dirk y lanzó agudo y desgarrado gemido. Cerraron los ojos esperando lo humanamente inexorable.

A finales del verano del 42, tras doce días de intensa lucha, los alemanes sufrieron una aplastante derrota en manos del ejército inglés, en la batalla de "El alamein", a cien kilómetros de Alejandría. En tres meses el general Montgomery, comandante en jefe del VIII ejército, hizo retroceder a las tropas de Rommel mil quinientas millas, a través de los restos del imperio italiano hasta llegar a Túnez, causándole pérdidas que se elevaban a los 75.000 hombres, 1000 cañones y 500 tanques.
Fue en el café "Zio" de El Cairo donde lo conocí. Era un lugar pintoresco, ubicado sobre una calle cortada, cercana al mercado de flores. A pesar de la prohibición musulmana de pintar y esculpir figuras, las paredes del "Zio" estaban atestadas de cuadros y dibujos. Me sentaba todas las mañanas ahí a jugar dominó, a tomar té con hojas de menta y a disfrutar el sabor del humo frío y frutado de la Shisha, cuidadosamente mejorada con agua de azar.

Él, como yo, era un hombre habitual del lugar. Aparecía todas los días con su característico bastón, y se sentaba en las mesas redondas a leer el diario y a fumar. No recuerdo su nombre, pero sí que era un egipcio maronita, abogado ya jubilado, que en su momento ejerció en El Cairo y en Alejandría.

Con el tiempo nos hicimos amigos. Comenzamos a sentarnos juntos, y pronto estuvimos discutiendo sobre literatura y poesía, entre otras cosas.

Una mañana me descolocó con una pregunta.
- ¿Estuvo usted por casualidad en Marsa Matru? Está a cien kilómetros de Alejandría.
- Si, estuve. ¿Por qué pregunta?- El hombre me miraba fijo, con los ojos cansados, mientras buscaba una respuesta. Al parecer no la tenía, simplemente se quería referir a alguna anécdota y no encontraba el modo de empezar.
- ¿Y no estuvo usted en el cementerio militar?
- Da la casualidad que sí. Recorrí los cementerios de la segunda guerra de todo el mundo.
Entonces fue cuando contó lo que quería hacerme saber.

Cuando este hombre ejercía en Alejandría tuvo que permanecer en Marsa Matru por dos meses para atender uno de sus casos. En esos días aparecieron el pueblo dos monjes alemanes. Uno era rubio, el otro morocho; los dos tenían la piel más pálida y los ojos más acuosos, pasivos y tristes que jamás había visto.
El hombre que me narraba la historia fue solicitado para auspiciar de traductor. Fuera del alemán, el idioma que manejaban los monjes era el inglés, el mismo con el que se defendía el abogado, que era el único en el pueblo que lo dominaba mínimamente.

Le contaron su historia de cuando jóvenes; le contaron acerca de una batalla sangrienta, la de "El Alamein", que transcurrió en la segunda guerra y de la cual ellos resultaron ilesos, después de haberle hecho una promesa al mismo Dios. Ahí radicaba el motivo de su visita a Marsa Matru: habían prometido que volverían, y por eso, pretendían recorrer la porción de desierto en la que ellos habían renacido años atrás, y visitar el cementerio donde descansaban los restos de sus compañeros.

Ocuparon las tres primeras mañanas recorriendo las dunas, tratando de reconocer el terreno, procurando encontrar la posición que ellos ocupaban por esos días. Les resultaba una tarea difícil: el pacífico desierto que ahora atravesaban en nada se asimilaba a aquel infierno de sangre y de bombas en el que habían permanecido por largas semanas. Encontraron cartuchos de balas, un casco y una pala, pero no había rastro alguno de la fosa.

A la tarde visitaban el cementerio y depositaban una flor blanca sobre las lápidas de los amigos que habían encontrado. Les resultaba irrisorio el contraste entre la belleza del mar y la arena, por un lado, y el reflejo máximo de la estupidez humana, simbolizado por esas miles de tumbas abandonadas, por el otro.

La mañana del cuarto día despertaron con optimismo. Recorrerían una vez más el desierto, tramo por tramo, y ese jornada caminarían un poco más allá de donde suponían que estaba el hueco. Encontrarían la trinchera de algún modo. Esa sería la forma en se produciría la catarsis de sus almas y del mismo destino.

Cerca del mediodía el sol calentaba más que nunca y le daba a la arena un resplandor ciego. Sin embargo los dos monjes caminaban desde hacía dos horas entre las dunas. Iban discutiendo acerca de algo sin importancia cuando debajo de uno sus pies se sintió un crujido metálico. En un mismo acto Dirk miró a Carl desconcertado y levantó la pierna izquierda. Sobrevino un estruendo sordo y la visión de las cosas se les tiñó de un blanco brillante. La mina había estallado haciéndolos volar en pedazos. Apenas llegaron a oír la explosión y a sentir los fragmentos del artefacto penetrando en su carne. Fue rápido. Seguramente nunca supieron lo que les pasó.

Fueron sepultados en el cementerio militar. En sus lápidas, como fecha de nacimiento, figuraba el día en que salieron del vientre de sus madres, y el día en que salieron con vida del vientre de la trinchera.

Fue el abogado que conocí en el "Zio"; el que los enterró, y el que esa vez me contaba la historia con los ojos brillosos y perdidos en el pasado.

Leandro N. Moreno

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